The Day I Stopped Performing Online

An Art of Drinking Water reflection · 5 minute read

I didn’t realize how anxious social media made me until I noticed my breath changing.

Shallower.
Faster.
As if my body knew it was about to be evaluated.

Before I posted anything, I edited myself—not for clarity, but for reception. I softened language. I trimmed honesty. I asked an invisible room if this version of me would be acceptable.

I told myself it was strategy.

But my nervous system knew better.

Every scroll felt like a comparison I hadn’t agreed to enter. Every pause before posting carried the same question: How will this land? Not Is this true? Not Does this matter?

Just: Will this be received?

I learned how to perform ease while monitoring metrics.
How to share selectively so I wouldn’t look like I was trying too hard—or not hard enough.
How to confuse visibility with connection.

Social media anxiety doesn’t come from being seen.

It comes from being measured.

I noticed how quickly my mood tied itself to engagement.
How silence after a post felt like rejection.
How I mistook algorithms for feedback and reach for relevance.

Even when nothing negative happened, my body stayed braced.

Waiting.

One day, I caught myself curating a moment instead of living it. Adjusting the light, the angle, the timing—so it could exist online before it existed inside me.

That was the moment I stopped.

Not dramatically.
Not permanently.

I just paused.

I asked a different question: Who am I when no one is watching?

The answer didn’t need to be posted.

I realized how much of my anxiety came from outsourcing my sense of worth to a feed that wasn’t built to hold it. A space designed for attention, not care. For momentum, not meaning.

Water doesn’t rush to be witnessed.

It moves whether or not anyone is looking.

So I began practicing quieter presence online.

Posting when something felt true, not urgent.
Letting things be unfinished.
Allowing silence without filling it.

I stopped checking numbers as often.
Stopped assuming absence meant disinterest.
Stopped treating every post as a referendum on my value.

And something softened.

My breath returned to me.
My thoughts slowed.
My sense of self stopped leaking outward.

Now, when anxiety rises before I share, I listen.

Not to decide whether to post—but to decide whether I need something else first. Rest. Reassurance. Grounding. Water.

This is what I’ve learned:

You don’t owe the internet a performance.
You don’t have to be visible to be real.
And you are allowed to exist without being observed.

Social media is a tool—not a mirror.

And I am learning, slowly, to look for my reflection elsewhere.

In stillness.
In truth.
In the quiet places where my worth doesn’t fluctuate.

Like water in a glass—
steady, uncounted, enough.

Una reflexión de The Art of Drinking Water · 5 minutos de lectura

No me di cuenta de cuánta ansiedad me provocaban las redes sociales hasta que noté que mi respiración cambiaba.

Más superficial.
Más rápida.
Como si mi cuerpo supiera que estaba a punto de ser evaluado.

Antes de publicar algo, me editaba—no por claridad, sino por recepción. Suavizaba el lenguaje. Recortaba la honestidad. Le preguntaba a una sala invisible si esta versión de mí sería aceptable.

Me decía que era estrategia.

Pero mi sistema nervioso lo sabía mejor.

Cada desplazamiento (scroll) se sentía como una comparación en la que no acepté participar. Cada pausa antes de publicar cargaba la misma pregunta: ¿Cómo va a caer esto? No ¿Es verdad? No ¿Importa?

Solo: ¿Será bien recibido?

Aprendí a interpretar la facilidad mientras vigilaba métricas.
A compartir de forma selectiva para no parecer que lo intentaba demasiado—o que no lo intentaba lo suficiente.
A confundir visibilidad con conexión.

La ansiedad en redes sociales no viene de ser vista.

Viene de ser medida.

Noté lo rápido que mi estado de ánimo se amarraba al engagement.
Cómo el silencio después de una publicación se sentía como rechazo.
Cómo confundía algoritmos con feedback y alcance con relevancia.

Aun cuando no pasaba nada negativo, mi cuerpo seguía en guardia.

Esperando.

Un día me descubrí curando un momento en lugar de vivirlo. Ajustando la luz, el ángulo, el tiempo—para que existiera en línea antes de existir dentro de mí.

Ese fue el momento en que me detuve.

No dramáticamente.
No para siempre.

Solo hice una pausa.

Me hice otra pregunta: ¿Quién soy cuando nadie está mirando?

La respuesta no necesitaba publicarse.

Me di cuenta de que mucha de mi ansiedad venía de externalizar mi valor a un feed que no fue diseñado para sostenerlo. Un espacio hecho para la atención, no para el cuidado. Para el impulso, no para el significado.

El agua no se apura para ser presenciada.

Se mueve, aunque nadie la mire.

Así que empecé a practicar una presencia más silenciosa en línea.

Publicar cuando algo se sintiera verdadero, no urgente.
Dejar las cosas sin terminar.
Permitir el silencio sin llenarlo.

Dejé de revisar los números tan seguido.
Dejé de asumir que la ausencia significaba desinterés.
Dejé de tratar cada publicación como un referéndum sobre mi valor.

Y algo se suavizó.

Mi respiración volvió a mí.
Mis pensamientos se ralentizaron.
Mi sentido de mí dejó de escaparse hacia afuera.

Ahora, cuando sube la ansiedad antes de compartir, escucho.

No para decidir si publicar—sino para decidir si primero necesito otra cosa. Descanso. Seguridad. Enraizamiento. Agua.

Esto es lo que aprendí:

No le debes al internet una actuación.
No tienes que ser visible para ser real.
Y tienes permiso de existir sin ser observada.

Las redes sociales son una herramienta—no un espejo.

Y estoy aprendiendo, lentamente, a buscar mi reflejo en otro lugar.

En la quietud.
En la verdad.
En los lugares silenciosos donde mi valor no fluctúa.

Como agua en un vaso—
estable, sin contarse, suficiente.