Wearing the Wrong Skin

For a long time, I thought the discomfort meant something was wrong with me.

That the constant sense of being slightly misaligned—like my body had learned one language and my soul spoke another—was a flaw I needed to fix.

I looked like I fit. I performed like I fit. I said the right things in the right rooms.

But inside, something always felt tight.

As if I were wearing a version of myself tailored for survival, not truth. As if my skin was borrowed—close enough to pass, never close enough to rest.

People would say, You’re doing great. And I would nod, smile, keep going.

Because I didn’t yet have language for the ache beneath the success.

Not fitting into your skin isn’t always dramatic. It’s quiet.

It shows up as restlessness when everything is “fine.” As exhaustion that sleep doesn’t touch. As a subtle grief for a life you haven’t named yet.

I tried to outgrow it.

I changed roles. I collected titles. I adjusted my voice, my pace, my posture—anything that might make the discomfort dissolve.

But the body keeps score in its own way.

Mine tightened at praise that didn’t feel earned. Braced in rooms where I had to translate myself. Went numb when I said yes to things that cost too much.

It took me a long time to understand: the discomfort wasn’t rejection.

It was recognition.

Something in me knew I was living slightly sideways.

Like water forced into a shape that held—but didn’t flow.

Identity isn’t a label you land on once. It’s a relationship. And mine had been neglected.

So I started listening—not to the noise outside, but to the signals inside.

The moments my breath caught. The places my energy drained. The conversations that left me feeling smaller instead of clearer.

And then, slowly, I began to loosen the seams.

I stopped correcting my instincts. Stopped minimizing the parts of me that didn’t blend easily. Stopped apologizing for the pauses, the questions, the depth.

Not all at once. Not dramatically. In inches.

There was grief in that process. Grief for the versions of me that kept me safe. Grief for the belonging I’d earned by becoming less visible.

But there was also relief—the kind that arrives when your body finally believes you’re listening.

I learned that identity isn’t about fitting in.

It’s about inhabiting yourself fully.

Letting your edges exist. Letting your contradictions breathe. Letting your voice sound like yours—even when it surprises people.

Water doesn’t force itself to match the container. It reshapes the container over time.

And the more I allowed myself to be exactly as I was—curious, layered, still becoming—the more my skin began to feel like home.

Not perfect. Not finished. But mine.

And now, when the old discomfort visits, I don’t rush to escape it.

I ask what part of me is asking to be seen.

Because not fitting into your skin isn’t a failure of identity.

It’s often the first sign that you’re ready to grow into it.

Durante mucho tiempo, pensé que la incomodidad significaba que algo estaba mal en mí.

Que esa sensación constante de estar un poco desalineada—como si mi cuerpo hubiera aprendido un idioma y mi alma hablara otro—era una falla que tenía que corregir.

Por fuera parecía encajar. Actuaba como si encajara. Decía lo correcto en los lugares correctos.

Pero por dentro, algo siempre se sentía tenso.

Como si estuviera usando una versión de mí hecha para sobrevivir, no para la verdad. Como si mi piel fuera prestada—lo suficiente para pasar, nunca lo suficiente para descansar.

La gente decía: “Lo estás haciendo muy bien.” Y yo asentía, sonreía y seguía.

Porque todavía no tenía palabras para el dolor bajo el éxito.

No encajar en tu propia piel no siempre es dramático. Es silencioso.

Aparece como inquietud cuando todo está “bien”. Como un cansancio que el sueño no toca. Como una tristeza sutil por una vida que todavía no has nombrado.

Intenté superarlo.

Cambié de roles. Reuní títulos. Ajusté mi voz, mi ritmo, mi postura—cualquier cosa que pudiera disolver la incomodidad.

Pero el cuerpo lleva la cuenta a su manera.

El mío se tensaba ante elogios que no se sentían merecidos. Se preparaba en salas donde tenía que “traducirme”. Se entumecía cuando decía sí a cosas que costaban demasiado.

Me tomó mucho tiempo entender: la incomodidad no era rechazo.

Era reconocimiento.

Algo dentro de mí sabía que estaba viviendo un poco de lado.

Como agua obligada a tomar una forma que sostiene—pero no fluye.

La identidad no es una etiqueta en la que aterrizas una sola vez. Es una relación. Y la mía había sido descuidada.

Así que empecé a escuchar—no el ruido de afuera, sino las señales de adentro.

Los momentos en que mi respiración se detenía. Los lugares donde mi energía se drenaba. Las conversaciones que me dejaban más pequeña en lugar de más clara.

Y luego, poco a poco, empecé a aflojar las costuras.

Dejé de corregir mis instintos. Dejé de minimizar las partes de mí que no se mezclaban con facilidad. Dejé de disculparme por las pausas, las preguntas, la profundidad.

No de golpe. No dramáticamente. De a centímetros.

Hubo duelo en ese proceso. Duelo por las versiones de mí que me mantuvieron a salvo. Duelo por el “pertenecer” que había ganado haciéndome menos visible.

Pero también hubo alivio—ese que llega cuando tu cuerpo por fin cree que lo estás escuchando.

Aprendí que la identidad no se trata de encajar.

Se trata de habitarte por completo.

Dejar que existan tus bordes. Dejar que respiren tus contradicciones. Dejar que tu voz suene como la tuya—aunque sorprenda a otros.

El agua no se fuerza a coincidir con el recipiente. Con el tiempo, remodela el recipiente.

Y mientras más me permití ser exactamente como soy—curiosa, compleja, todavía en proceso—más mi piel empezó a sentirse como hogar.

No perfecta. No terminada. Pero mía.

Y ahora, cuando vuelve la incomodidad de antes, no corro a escapar.

Pregunto qué parte de mí está pidiendo ser vista.

Porque no encajar en tu propia piel no es un fracaso de identidad.

A menudo es la primera señal de que estás lista para crecer dentro de ella.