When My Words Were Never Believed to Be Mine

This is a truth I have carried for a long time.

As a child, my ideas were often treated like borrowed things. My writing was questioned. My poems were assumed to be echoes of someone else’s voice.

Not mine.

It was subtle—but it stayed.

Teachers praised the work and then searched the room for its real source. Adults asked who helped me. Peers assumed I had memorized something rather than created it.

The message was never said outright, but it was repeated enough to settle into my body:

You are not smart enough to put thought to paper. You are not capable of originality. Your voice must belong to someone else.

I learned to shrink around my own gifts.

To hesitate before sharing. To downplay what came easily to me. To expect skepticism instead of encouragement.

That wound didn’t stay in childhood.

It followed me.

It showed up in rooms where my ideas were overlooked until someone else repeated them. In moments where my insight was accepted—but not attributed. In relationships where my support flowed freely outward, but rarely returned.

And recently, it showed up again.

Not dramatically. Quietly.

A podcast invitation I sent—unanswered. Unread.

And then, almost in the same breath, a request from that same person: Can you read my work? Make sure it’s correct?

I sat with that longer than I expected.

Not because of the missed invitation—but because of what it echoed.

Once again, my mind was trusted as a tool for others, but my voice was not seen as worthy of being heard.

That kind of dismissal doesn’t shout. It whispers.

It says: You are good enough to support, but not to lead. Good enough to polish, but not to present. Good enough to serve, but not to be centered.

It hurts when you have shown up abundantly for others—offering time, care, encouragement, belief—and realize that same generosity does not flow back to you.

Not because you expect praise.

But because recognition matters.

Because being seen matters.

Because there is a particular pain in knowing your truth and watching it be quietly disregarded.

I questioned myself, the way I always had.

Am I reading too much into this? Am I being sensitive? Should I just let it go?

But my body already knew.

This wasn’t about one email. It was about a lifetime of being doubted.

Water taught me something here.

Water does not ask permission to be its source. It does not apologize for its clarity. It does not shrink because someone fails to acknowledge the river.

I am learning—slowly—to trust my own authorship.

To stop explaining how my thoughts arrive. To stop offering proof for intelligence that has always lived in me. To stop pouring endlessly into spaces that only see me as support.

My words are mine.

They always have been.

They come from lived experience, deep listening, long reflection. They come from paying attention. They come from surviving being doubted and continuing to speak anyway.

If you have ever been made to feel like your brilliance was accidental, borrowed, or improbable—especially as a child—know this:

You did not imagine that wound. And you did not deserve it.

Your ideas do not require endorsement to be real. Your voice does not need permission to exist. And your worth is not measured by who responds—or doesn’t.

I am learning to place my words where they are received with respect. To offer my support without self-erasure. To choose environments that don’t require me to prove I belong at the table.

This story still aches.

But it no longer silences me.

Like water finding its source again, I am reclaiming my voice, my authorship, my truth.

And this time, I am not asking anyone to believe me.

I know.

This story is told by Tamika Atkins
Founder and President, The Art of Drinking Water

And I end it knowing this:

What I bring to you through The Art of Drinking Water is not something borrowed. It is not something filtered through permission. It is not something that needed approval to exist.

I bring it in the way I have always known how—through words that came early, through ideas that lived in me long before they were believed, through care shaped by attention, listening, and lived truth.

I bring it not as proof. Not as performance.

But as practice.

The Art of Drinking Water is how I tend what was once overlooked. How I honor what was doubted. How I remain intact in spaces that once asked me to shrink.

This is my voice. This is my work.

And this is how I pour—with intention, with care, sip by sip, in every way imaginable. 💧

Esta es una verdad que he cargado por mucho tiempo.

De niña, mis ideas a menudo eran tratadas como si fueran prestadas. Se cuestionaba mi escritura. Se asumía que mis poemas eran el eco de la voz de alguien más.

No la mía.

Fue sutil—pero se quedó.

Los maestros elogiaban el trabajo y luego buscaban en el salón a su “verdadera” fuente. Los adultos preguntaban quién me había ayudado. Los compañeros asumían que yo había memorizado algo en vez de haberlo creado.

El mensaje nunca se dijo directamente, pero se repitió lo suficiente como para asentarse en mi cuerpo:

No eres lo bastante inteligente para poner pensamiento en el papel. No eres capaz de originalidad. Tu voz debe pertenecer a otra persona.

Aprendí a encogerme alrededor de mis propios dones.

A dudar antes de compartir. A minimizar lo que me salía con facilidad. A esperar escepticismo en lugar de aliento.

Esa herida no se quedó en la infancia.

Me siguió.

Apareció en salas donde mis ideas eran ignoradas hasta que alguien más las repetía. En momentos donde mi percepción era aceptada—pero no atribuida. En relaciones donde mi apoyo fluía hacia afuera, pero rara vez regresaba.

Y recientemente, volvió a aparecer.

No de forma dramática. De forma silenciosa.

Una invitación a un pódcast que envié—sin respuesta. Sin abrir.

Y luego, casi en el mismo aliento, una petición de esa misma persona: ¿Puedes leer mi trabajo? ¿Asegurarte de que esté correcto?

Me quedé con eso más tiempo del que esperaba.

No por la invitación ignorada—sino por lo que ecoaba.

Una vez más, mi mente era confiable como herramienta para otros, pero mi voz no era vista como digna de ser escuchada.

Ese tipo de desestimación no grita. Susurra.

Dice: Eres suficiente para apoyar, pero no para liderar. Suficiente para pulir, pero no para presentar. Suficiente para servir, pero no para estar al centro.

Duele cuando has estado presente abundantemente para otros—ofreciendo tiempo, cuidado, ánimo, fe—y notas que esa misma generosidad no regresa hacia ti.

No porque esperes aplausos.

Sino porque el reconocimiento importa.

Porque ser vista importa.

Porque hay un dolor particular en conocer tu verdad y ver cómo es ignorada en silencio.

Me cuestioné a mí misma, como siempre lo había hecho.

¿Estoy leyendo demasiado? ¿Estoy siendo sensible? ¿Debería dejarlo pasar?

Pero mi cuerpo ya lo sabía.

Esto no era sobre un solo correo. Era sobre toda una vida de ser puesta en duda.

El agua me enseñó algo aquí.

El agua no pide permiso para ser su propia fuente. No se disculpa por su claridad. No se encoge porque alguien no reconozca el río.

Estoy aprendiendo—despacio—a confiar en mi propia autoría.

A dejar de explicar cómo llegan mis ideas. A dejar de ofrecer pruebas de una inteligencia que siempre ha vivido en mí. A dejar de verterme sin fin en espacios que solo me ven como apoyo.

Mis palabras son mías.

Siempre lo han sido.

Nacen de la experiencia vivida, de escuchar profundamente, de reflexionar por mucho tiempo. Nacen de prestar atención. Nacen de sobrevivir a la duda y seguir hablando de todos modos.

Si alguna vez te hicieron sentir que tu brillo era accidental, prestado o improbable—especialmente en la niñez—que esto te quede claro:

No imaginaste esa herida. Y no la merecías.

Tus ideas no necesitan aval para ser reales. Tu voz no necesita permiso para existir. Y tu valor no se mide por quién responde—o no responde.

Estoy aprendiendo a colocar mis palabras donde se reciben con respeto. A ofrecer apoyo sin borrarme. A elegir entornos que no me exijan demostrar que merezco estar en la mesa.

Esta historia todavía duele.

Pero ya no me silencia.

Como el agua que vuelve a su fuente, estoy reclamando mi voz, mi autoría, mi verdad.

Y esta vez, no le estoy pidiendo a nadie que me crea.

Yo lo sé.

Esta historia la cuenta Tamika Atkins
Fundadora y Presidenta, The Art of Drinking Water

Y la termino sabiendo esto:

Lo que te entrego a través de The Art of Drinking Water no es prestado. No está filtrado por permiso. No necesitó aprobación para existir.

Lo traigo como siempre he sabido hacerlo—con palabras que llegaron temprano, con ideas que vivieron en mí mucho antes de ser creídas, con cuidado moldeado por atención, escucha y verdad vivida.

No lo traigo como prueba. No como actuación.

Sino como práctica.

The Art of Drinking Water es cómo cuido lo que una vez fue pasado por alto. Cómo honro lo que fue puesto en duda. Cómo permanezco intacta en espacios que antes me pedían encogerme.

Esta es mi voz. Este es mi trabajo.

Y así es como vierto—con intención, con cuidado, sorbo a sorbo, de todas las maneras imaginables. 💧